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Mi confinamiento

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– No papá, no quiero que te vayas. Porque quiero estar contigo siempre. Porque estamos unidos por una cuerda muy fuerte. Y si te vas vamos a tener que buscar unas tijeras muy fuertes. Y tendremos que cortarla. Sin cortarnos nosotros. Y entonces se separará la cinta que nos une.

Mi hija hace unos minutos, cuando intentaba salir de la cama, donde me estaba “curando” con sus juguetes

Empieza abril, un mes más de cuarentena médica por el COVID-19. No tengo ninguna enfermedad limitante. Ni familiares con problemas de salud empeorados por el nuevo virus. Mi casa es más grande que la mayoría de la gente que me rodea (unos 120m2). Tengo terraza. Por nuestra organización en casa hemos salido dos veces en el último mes. Eso sí, las dos veces yo solito (temas logísticos).

Mi hija, de cinco años ya, se entretiene que da gusto ella solita. Siempre ha sido muy creativa e independiente y no echa de menos en exceso a sus compañeros de clase ni a la familia. La rutina de rincones, lectura, números y juego libre se ha instaurado por fin en nuestras vidas. Ha costado un poco con el teletrabajo de ambos pero ya está aquí.

Casa organizada. Comidas organizadas. Educación organizada. Ese es mi contexto físico. Ese entorno que todo el mundo parece afanarse en enseñar que sabe organizarlo bien, y te da trucos para hacerlo. Tengo más juegos, vídeos en directo, actividades, trucos de cocina, conversaciones con amigos, etcétera, que lo que he tenido en los últimos años en mi vida. Y ojo que a organizado no me gana nadie, pero…

¿Qué pasa con mi otro contexto? ¿Qué pasa con ese que nadie me puede organizar, ni yo mismo en muchas ocasiones? ¿Qué pasa con mi salud mental?

Llevamos cuatro semanas de confinamiento físico, pero yo llevo meses de confinamiento mental. Meses de depresión, de ansiedad y de problemas de atención. Llevo casi dos años de medicación que como levadura en un pan casero se ajusta y se desajusta porque no siempre podemos usar la harina que nos gustaría. Llevo cinco años intentando dar sentido a mi manera de ver el mundo desde la perspectiva de un padre. De ese rol terrible de tener la responsabilidad de decir qué sí y qué no a alguien que muchas veces no tiene la capacidad para entenderlo.

Pero ahora lo entiende. Mal momento ha tenido el virus de llegar a mi contexto, porque desde hace meses asumí que igual que podía explicarle qué son las plaquetas o los glóbulos rojos frente a una herida física, podía explicarle qué es la tristeza o qué siento cuando sufro un ataque de ansiedad. Porque se puede explicar, aunque, como el sangrado de una mano, no siempre se pueda parar.

Ese es mi contexto interno. Mi contexto mental. El que casi nadie da importancia a la hora de organizar nuestras rutinas. Si me dieran un céntimo por cada actividad, recortable, juego, vídeo superinteresante en directo o lectura muy recomendada para entender qué diantres es el virus este SARS-CoV-2, me podría ir a una playa privada a vivir el confinamiento como los ricos.

Hacemos, o intentamos, ejercicio en casa, físico y mental. Baile, yoga, mindfulness. Gimnasia para el cuerpo y para la mente. Y está bien. Pero, ¿qué pasa cuando tu única manera de ir a comprar es con coche, eres el único que tiene carné de conducir en casa, tienes hipocondría, aprensión y ansiedad? Pues que todos esos consejos sobre actividades divertidas para matar el tiempo se los harías tragar a los que lo mandan.

Y llegas casa, sin tocar nada, intentando no rascarte, alejando la compra de tu familia, y tu hija, como si con ella no fuera, viene a darte un abrazo. Y le dices que no. Y llora. O no viene, porque está jugando y está tan entretenida que no aprecia el drama interno que estás viviendo. Y lloras tú.

Y te duchas, te frotas, lavas el móvil, que menos mal que está diseñado a prueba de agua y no te preocupas demasiado por tener cuidado. Y lavas la ropa como si salieras de la piscina de un reactor nuclear. Y te tiras dos días emparanoiado. Y encima tienes que dar gracias porque has planificado la compra para no volver a pasar este calvario en dos semanas, si no más con suerte. Porque ya te importa menos el equilibrio de vitaminas, o si eres un poco menos vegetariano. O si te toca no comer ese queso que tanto te pirra porque, oye, mira, pues no hace falta, y porque lo venden en otro super y no tocaba esta quincena.

Y toca reflexionar. Y piensas en la suerte que tienes de tener terraza. De tener una familia que te quiere y te apoya. De tener un trabajo bien pagado que ya hacías en teletrabajo y no has notado cambio. Y no ves ningún problema cerca. Y tu familia está bien, y tus amigos, y tus conocidos. Pero ves miles de muertes, sufrimiento e injusticia. Y te dan ganas de salir y liarte a sopapos contra más de uno. Pero tienes suerte, y no puedes decir que estás mal porque no estás mal, porque estás sano. Sano. O eso dicen. Porque no toso. No tengo fiebre.

Así que reflexionas. Reflexionas al desayunar, y quizá no atiendes a las dormidas palabras de tu dormida hija al despertar. Y reflexionas al trabajar, y quizá no atiendes a las comprensivas palabras de tus compañeros de trabajo. Y reflexionas al cocinar, y tuestas de más esa esperada deliciosa tortilla de patatas que llevas una hora elaborando. Y reflexionas al dormir, a las diez, a las once y a las dos. Y las noches pasan. Y los días pasan. Y no sabes ni qué reflexionas ni por qué empezaste a hacerlo. Pero sí sabes que lo haces, aunque no te dan céntimos por ello, ni tus conclusiones te sirven para salir adelante. Porque en este confinamiento no se puede salir, pero no por imperativo legal sino porque es dentro de la cabeza donde se lucha por poner en orden todo hasta que pase esta batalla. Mi batalla.